miércoles, 4 de julio de 2012

Tras las puertas de la locura.


No fueron los apresurados sonidos de los pájaros ni los rayos del sol los que me despertaron de mi letargo. Fue el calor. Como cada mañana desde el inicio del verano, me despertaba cubierto en una película de sudor. Odiaba el calor igual que se odia a un hombre que te apuñala por la espalda con sus sucias mentiras. Si pudiera coger un enorme cañón y arrasar el sol, probablemente lo haría con sumo gusto.

Al alzarme de la cama, las sábanas se alzaron conmigo, pegadas a mi piel. Otra cosa más que añadir a "cosas que no me pasarían si destruyera el sol". Me dirigí hacia la cocina y me tomé un generoso bol lleno de cereales acompañado de una taza de leche fría. Recuerdo haber desayunado lo mismo desde que tengo uso de razón, eso si, cambiando la marca de cereales una vez por semana. La monotonía no es mi punto fuerte.

Quedándome apenas tres cucharadas más para reducir a cero el número de copos de avena de mi bol llegó mi madre a casa. Escuchaba sus pasos por debajo del volumen del televisor donde informaban sobre la crisis financiera internacional. Ves, otra cosa que me cargaría a cañonazos.
        Hijo, arréglate que me tienes que acompañar a ver a tu tío –Me dijo mientras veía mi figura en ropa interior apurando la última cucharada de cereales–, y así de paso le llevamos algo de ropa limpia.
         ¿Nos vamos al psiquiátrico?
         Sí, prepárate rápido que si no volveremos tarde y no me dará tiempo a hacer la comida.
        Vale, mamá.

Mi tío. Ahora vuestra atención se posa sobre mi tío. Es lógico. Desde que tengo uso de razón mi tío ha padecido esquizofrenia. Es una enfermedad realmente dura aunque él siempre ha admitido tenerla –No todos admiten estar “locos” y ahí es donde surgen la mayoría de los conflictos– y siempre ha sido más fácil tratar con él. Es como un niño pequeño con treinta y tantos, inocente e inofensivo, aunque cuando se le cruzan los cables y empiezan a saltar las chispas de la locura sabe que realmente eso solo está en su cabeza y se recluye él mismo en su habitación, esperando como agua de Mayo que vuelva la cordura. Pero solo parece volver en dosis pequeñas e individuales. Él mismo decidió por su propia voluntad entrar en un centro psiquiátrico. Él sabía que allí lo cuidarían bien y encontraría la paz que no encuentra en ningún otro lado.

Tras una ducha fría y rápida de esas que son capaces de resucitar a un muerto me dirigí junto a mi madre hacia el hospital psiquiátrico. Un edificio a parte del hospital normal y corriente al que todos hemos asistido alguna vez.

Podía contemplar la arquitectura bonita y detallada de un edificio de dos plantas. Las paredes eran blancas e inmaculadas y su aspecto para nada se asemejaba con los monumentos a la locura que alberga en nuestros corazones inyectados por películas de terror. Es, simple y llanamente, un edificio más.  


Al entrar al edificio, una gélida bofeteada recorrió todo mi cuerpo. Aire acondicionado, amante bendita. Y allí, más de lo mismo. Otro mito que se derrumba como un edificio sin cimientos sólidos. Ni puertas de doble seguridad, ni risas histéricas a la lejanía ni guardas de seguridad armados hasta los dientes que te hacen pasar por un detector de metales. Simplemente un escritorio y un guarda de seguridad con delicados modales nos daban la bienvenida y nos guiaba a través de los corredores hasta un ala del edificio, donde permanecían los internos en su hora libre.


Nada más entrar en la zona donde los pacientes corretean a sus anchas, encuentro a mi tío sentado en una de las sillas. Su cara de alegría me enternece el corazón y nos damos un fuerte abrazo.
        ¿¡Cómo estás!? –Me dice sin esperar a que le dé una respuesta– ¿Te lo estás pasando bien este verano? Ahora toca descansar de los estudios y disfrutar.
       Claro que sí. ¿Cómo estás aquí dentro?
     Se está de fábula –Me dice manteniendo su cara de alegría y una agradable sonrisa– Tenemos aire acondicionado todo el día. Nos tratan súper bien y nos llevan a actividades. Hoy he pintado y mañana iremos a la piscina.

Antes de que pueda mostrarle a mi tío mi alegría por verle tan bien en un sitio que por naturaleza catalogaríamos de “deprimente” aparece mi madre y junto a una enfermera se van a su habitación a recoger algunas prendas para que mi madre pueda lavarlas en casa –Parece ser que esos sitios carecen de lavandería a no ser que no tengas familiar en el exterior, en el último caso usan la del hospital contiguo–.

Mientras espero el regreso de mi progenitora me siento en el pasillo y observo. Lo primero que me sorprende, es la cantidad de gente que hay allí dentro. ¿Tanta gente está mal de la azotea? Descubro que uno de ellos me mira incesantemente y yo, aparto la mirada. Desconozco cuál podría ser su reacción si le miro fijamente a los ojos. Prefiero quedarme con la incógnita. No mucho después aparece uno llorando, diciendo que otra paciente le ha dicho que su camiseta es fea y huele mal e insiste en subir a cambiársela a la habitación. Por lo que parece el acceso a las habitaciones está restringido por la mañana, así que la enfermera insiste en que no puede hacer tal cosa. Armada de paciencia y explicándole las cosas muy lentamente, el joven desiste de subir a cambiarse y vuelve a desaparecer por los pasillos. Mientras todo esto pasaba, otro enfermo daba su decimoquinta vuelta a una mesa que había en una de las salas. Llevo allí dentro esperando ya casi cinco minutos y el único objetivo de aquel hombre es volver a dar otra vuelta a la mesa, sin descanso. Frente a mí se extiende otra hilera de asientos. Sobre éstos se encuentran hombres y mujeres que parecen sumergidos en un estado catatónico. Miradas perdidas, bocas abiertas, hilos de babas. En ese momento el recuerdo de las películas de centros psiquiátricos vuelva a mí.

De pronto, se escucha una campana. ¡Es la hora de repartir el tabaco! Grita una de las enfermeras. De repente, apareciendo de todos los rincones posibles, una cola interminable de pacientes se agolpa en una cola tras la mesa donde se encuentra la enfermera repartiendo la dosis matutina de nicotina. En cuanto han recibido su cigarro, otra enfermera se lo enchufa con un mechero que solo ella dispone, y automáticamente éstos se marchan a un patio interior a aspirar su preciada nicotina.

Poco tiempo después, veo aparecer a mi madre junto a mi tío. Ambos sonríen y hacen gracias. Ese lugar lejos está de ser un sitio lúgubre donde mantienen a la gente drogada o maniatada. Mi tío al verme vuelva a estrujarme entre sus brazos y llama a otro de los pacientes. Me quedo estupefacto cuando ante mí, aparece un hombre de prácticamente mi misma edad. Me mira con cara distraída, como si yo no estuviera ahí. Mi tío nos presenta y nos estrechamos la mano. Él no es el único que encuentro que ronda mi edad. Aproximadamente dos de cada tres tienen aproximadamente unos veinte años. ¿Tan jóvenes y ya están encerrados aquí dentro? Mi alma se entristece ante tal pensamiento. El primer relámpago que cruza mi mente ilumina la palabra Drogas. Una triste y oscura realidad.

Me despido de mi tío con otro fuerte abrazo. Nos queremos mucho. Ambos lo sabemos, al igual que ambos sabemos que allí dentro está mucho mejor de lo que podría estar en cualquier otro lado.

Hoy, se me ha caído un mito. Un mito oscuro. Los psiquiátricos no son lo que parecen. No son lugares de tortura ni experimentación. No son oscuros pasillos llenos de alimañas ni descerebrados. Son simplemente, un templo de paz. Un templo a la locura. 



3 comentarios:

  1. Me encantan las historias de locos, jeje, pero no de psiquiátricos donde torturan, sino de la locura en general ;) En este caso, locura humanizada...

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    1. ¡Me alegro que te haya gustado y gracias por comentar, Lluvia! :D

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  2. Me parece muy bonito que su tío consiga iluminar y alegrar la escena. Es muy tierno. A veces es más difícil escribir algo dulce sin ser ñoño que describir una matanza zombie

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