Los
cuerpos fusionados en un maternal abrazo permanecían inmóviles y ocultos de la
aviesa mirada de sus perseguidores. El cartón húmedo sobre sus cuerpos
desaliñados le reportaba una sensación completamente repugnante, pero en esos
momentos no le importaba nada.
La
respiración del pequeño era agitada aunque silenciosa, la madre tenía el
corazón en un puño. Todo había pasado tan rápido…
En ese
momento, las pisadas de sus perseguidores se posaron a no más de medio metro de
ellos.
La madre
mantenía un fuerte y a la vez dulce abrazo con su pequeño, que temblaba, no de
frío, sino de terror. Ninguno de los dos sabía a ciencia cierta lo que les iban
a hacer, aunque viendo todo lo que había pasado antes, se lo podían imaginar.
De los ojos vidriosos del niño brotaron unas diminutas e inocentes lágrimas que
se deslizaban por sus mugrientas y suaves mejillas. Después vino el sollozo.
Fue un
sollozo ahogado, aunque fue suficiente.
Los pasos
cesaron de inmediato, seguido del espantoso grito gutural.
La madre
arrojó el cartón a un lado, descubriéndose ante sus perseguidores. La tienda
estaba en la penumbra y sus dos captores les miraban ahora, con aquellos ojos
blancos como la nieve virgen.
-
¡CORRE, MATT! ¡CORRE!
La madre
deshizo el lazo que mantenía al niño en cautiverio y este salió corriendo como
lo hacía la noche de navidad, cuando iba a buscar sus regalos. Aunque esta vez
corría por salvar su vida. Ella se levantó, en su mirada no había miedo, no
había temor alguno, simplemente de aquellos ojos brotaba la cólera. Comenzó a
correr en dirección a uno de ellos y se abalanzó sobre él, derribándolo sobre
el frío suelo.
Acto
seguido, comenzó a propinarle una lluvia de golpes en el rostro; que, golpe
tras golpe; se iba deformando cada vez más. Llevaba puesta la alianza, recordaba
como si fuera ayer su boda, había sido tal y como ella quería, vestida de
blanco, en una enorme iglesia gótica y junto a sus seres queridos; Matt estaba
tan guapo el día que se casó con ella, con aquel esmoquin; aquellos si eran
buenos tiempos, tiempos lejanos que no volverían a repetirse.
El
compañero que hasta ahora había permanecido de pie contemplando la lluvia de
golpes, se abalanzó sobre la mujer, tumbándola en el suelo y agarrándola con
fuerza.
Al
inmovilizarla lo hizo con tal fuerza que un crujido de un hueso anunció la
fractura del mismo. El otro hombre se levantó, con la cara ensangrentada y
deformada. Miraba con odio a aquella mujer, aunque en el pasado se habrían
llevado estupendamente; no entendía aquel nuevo sentimiento irrefrenable hacia
ella. Simplemente lo tenía. Él también
se abalanzó sobre ella, propinándole un fuerte mordisco en el cuello, del que
brotó con inusitada presión un cálido y carmesí borbotón de sangre.
La madre
dejó caer la cabeza hacia atrás. Desde esa posición podía contemplar la puerta,
donde la oscura y pequeña silueta de Matt miraba, atónito y expectante, la
muerte de su madre.
Matt,
hijo. ¿Por qué no has corrido como te lo ha dicho mamá? Estos hombres malos te
cogerán. Corre, cariño ¡CORRE! Pronunció dentro de su mente, donde poco a
poco se iba nublando hasta que al final, desapareció.
Matt, como
escuchando telepáticamente los últimos pensamientos de su madre. Se giró y
comenzó a correr. Apenas anduvo dos pasos cuando se topó con él; el hombre malo
que había provocado aquel caos. Chocó contra él y rebotó, cayendo al suelo.
Desde tan abajo todavía parecía más imponente y amenazador. El terror se
apoderó de él tan fuertemente que se orinó en los pantalones.
Simplemente abrió la boca, mostrando aquellos dientes
quebrados de color cobre y abalanzándose sobre el pequeño Matt. Extinguiendo
cualquier rastro de vida en él.
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