martes, 3 de enero de 2012

La celda [Parte 2]

El polvo espeso aún flotaba en el aire, lo cual provocaba que los pulmones que ansiaban el fresco y puro aire se llenara de polvo, provocandole una tos intensa que le abrasaba por dentro.Iba a palpas, no podía ver nada. Toco algo frío y rígido, aunque desconocía lo que era, cuando retiró la mano del objeto, una sensación punzante brotó de su mano, al principio intensa, luego poco a poco iba disminuyendo, al igual que el sol se oculta poco a poco entre las montañas para dejar paso a la fría y oscura noche.

Poco a poco el polvo se iba disipando hasta que al final quedó una imagen nítida del lugar. Paul se encontraba sobre un montón de escombros y varas de hierro retorcidas, a su lado, se encontraba un váter fragmentado en miles de trozos pequeños y algunos de gran tamaño, uno de ellos destacaba sobre los demás; tenía sangre sobre su blanca tez.
Paul se miró la mano donde había sentido aquella electrizante punzada de dolor y pudo observar un profundo corte de donde la hermosa y cálida sangre carmesí brotaba como si de un pequeño manantial se tratara. El pánico acababa de asaltar su mente; debía de tapar eso como fuera, pero había algo todavía más prioritario que tapar aquella hemorragia.

Miró al frente y contempló como la estructura que sostenía los barrotes se venía abajo seguido de un chirrido ensordecedor. El corazón de Paul comenzó a latir con inusitada velocidad

Tengo que salir de aquí pronunció ¡TENGO QUE SALIR AHORA!

Rápidamente se encaramó a lo alto de la pequeña montaña de escombros, sabía que solo había una salida, debía de subir al piso superior por el boquete en el techo. Una vez arriba de la parte más alta del montículo, se impulsó con los brazos y saltó, agarrándose al suelo del piso superior.

Una oleada de intensísimo dolor recorrió su mano y fue directo a su cerebro. Un grito agónico manó de la quebrada garganta del presidiario; que cayó de nuevo hacia el montón de escombros. La mano le temblaba involuntaria y violentamente; de ella, la sangre ahora brotaba con más intensidad, cubriéndole ya prácticamente el brazo entero.

La desesperación se hizo con su corazón.
Estaba a punto de rendirse

Pero una pequeña chispa brotó en su cabeza, una idea que tenía introducida dentro de su mente sin él tener conocimiento de ello. Era el instinto de supervivencia.

Debo salir de aquí....voy a salir de aquí

Veloz y decidido, volvió a subir al montículo, listo para intentarlo de nuevo. Miró el borde donde antes había estado cogido durante menos de un segundo antes de precipitarse al vacío; y vio la enorme mancha escarlata que allí permanecería hasta que el edificio se derrumbara por el paso del tiempo. Sintió miedo, luego frustración, y de nuevo, aquella sensación que le impulsaba a salir de allí a toda costa.

Respiró lentamente.

Mientras ellos se acercaban con sus dientes rotos de color cobre y sus dedos fríos y muertos como témpanos de hielo.

Tomó impulso.

Los zombis que capitaneaban la horda se abalanzaron sobre el cuerpo de Paul, mientras este, volaba rumbo al saliente.

No fue más de un segundo, pero todo había pasado a cámara lenta para él, aunque desconocía si también para aquellos hijos de puta. Estaba de nuevo agarrado al saliente, el dolor volvió a inundar su cuerpo, pero esta vez, no se dejó dominar. Con lágrimas brotando de sus ojos y limpiando sus mejillas, consiguió fuerzas de flaqueza y consiguió impulsarse. Con dificultad, consiguió terminar de subir su cuerpo.

Una vez ya estuvo en el piso de arriba, con el cuerpo postrado sobre el frío suelo, se percató de que no sentía dolor. Era algo que no se terminaba de explicar, nunca había sido un lumbreras. Realmente aquel subidón de adrenalina había aliviado todo dolor de su mente.

Jadeante y exhausto se incorporó y rasgó su camiseta, vendándose la mano como mejor supo. Miró atónito a su alrededor. No podía creer lo que estaban narrándoles sus ojos. Ante él, encontró cinco cuerpos lacios y sin vida tirados en el suelo y rodeados sobre resecos y oscuros charcos de sangre. Se acercó lentamente a ellos; con precaución, sabía que en la situación en la que se encontraba no podía fiarse de los muertos.

Comprobó que cuatro de ellos eran presidiarios y el otro, vestido con el uniforme de carcelero, portaba una escopeta entre sus brazos, como abrazándola. La agarró y al fin consiguió arrancársela de sus rígidos y fríos brazos.

Lo comprobó, estaba cargada.

Empieza el baile  

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