Marcos y Pablo se encontraban jugando entre las duras ramas de los árboles, saltando ágilmente de rama en rama. En cada salto, parte de las hojas secas que se encontraban adheridas por un fino hilo a la rama se desprendía, cayendo lentamente en su largo trayecto hacia el suelo.
- ¿Entonces tú padre te regalo un colmillo de lobo? ¡Como mola!
- ¡Claro! Mi padre es muy fuerte. Seguro que pudo con él en un periquete.
- Yo también lo creo...después de lo que me contó mi padre.
Marcos algo intrigado, preguntó a su joven amigo.
-¿Qué te contó tu padre?
- Es imposible que no lo sepas...eres su hijo.
- En casa no hablamos de esas cosas. Papá se enfada. ¿Qué te ha contado el tuyo?
- Pues todo el mundo lo sabe...por eso no me dejan quedar contigo.
Ambos siguieron saltando de rama en rama; lo hacían como algo habitual, rutinario; llevaban haciéndolo desde que tenían memoria. Esas ramas eran su suelo, no habían conocido otra cosa.
- Pablo, creo que nos alejamos demasiado.
- No te preocupes, llorica. ¿Ahora resulta que tienes miedo, Lobeznillo?
- ¡Te he dicho mil veces que no me llames así!
- No te enfades, pero es que...
En ese momento, una rama invisible a sus ojos se interpuso en su trayectoria, golpeando en el estómago a Pablo, quedando cogido a ella, mientras se doblegaba por el dolor del golpe. Marcos paró a su lado y estalló en una carcajada inocente y sincera a la que no mucho más tarde se uniría Pablo.
Marcos, esperando que Pablo se recomponiera, dirigió su mirada hacia el horizonte. Una brillante y potente luz se distinguía no muy lejos de allí. Intrigado, se lanzó de rama en rama.
- ¡MARCOS! ¿DÓNDE VAS?
- ¡SÍGUEME, GALLINA!
Pablo se alzó y siguió los pasos de Marcos, tardando un poco más de lo que le habría gustado en darle caza.
- Nos alejamos demasiado, deberíamos volver. Hace horas que partimos de Gaia...
- ¿Quieres volver ya a la ciudad? ¡Mira quien es el gallina ahora! - Pronunció Marcos a la vez que volvía a apretar el paso.
De repente, pararon de saltar.
Ante ellos, se extendía la homogénea imagen de la destrucción y la soledad. Como cortado por una divina espada de fuego; los árboles estaban grises, apagados, muertos. Hoja alguna los protegía ahora del astro rey, que brillaba potente en aquel cielo azul y careciente de nubes.
- ¡Dios mío! ¡LA FRONTERA! ¡ESTAMOS AL BORDE DE LA ZONA MUERTA! - Gritó Pablo realmente asustado, el sudor en su frente era patente y reflejaba su miedo como si se tratara de un espejo.- Debemos irnos ahora. Yo me largo.
Sin decir nada más, Pablo se lanzó a los árboles, corriendo en dirección a la ciudad. Mientras tanto, Marcos permanecía allí, quieto, contemplando aquel paisaje muerto y oscuro. El suelo, básicamente constituido por la ceniza de lo que antaño fue corteza y hojas, daba un aspecto fantasmagórico. Miró al cielo, era la primera vez que lo veía en sus quince años de vida. Siempre habían vivido refugiados bajo la divina y frondosa protección de las hojas de los árboles. Solo los claros de luz que entraban podían dar una idea de si era día o era noche.
Aquella bola de fuego abrasadora que era el Sol ya comenzaba a hacer efecto en su piel, que estaba comenzando a irritarle. Antes de volver a introducirse en la espesura, algo atrajo su atención en el suelo.
Un enorme lobo blanco le miraba, sus ojos rojos inyectados en sangre le observaban, pero no parecía que le mirase a él, parecía que examinaba con lupa hasta el rincón más profundo de su alma. Ambos se mantenían la mirada. Ninguno de ellos se movía. Entonces el enorme lobo se sentó, miró al cielo y de su boca manó un fuerte y prolongado aullido.
Lo había entendido. Aquel era su territorio. Sin mediar palabra se introdujo de nuevo en la espesura, de vuelta a casa.
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